Hay algo de solidaria complicidad en la degradación de los objetos inertes, como sí, al llamado de una orden misteriosa, hubieran de mostrarnos con su ejemplo la precariedad de cuanto existe. El oxido se apodera de los metales al tiempo que nuestros miembros se entumecen.

La terracota se corrompe del mismo modo que se marchita la piel. Y el alma, que pudo ser vidrio rutilante, acumula el polvo espeso del desencanto y termina acusando su quiebra.

No termina ahí, sin embargo el magisterio de estas figuras, que sobrevivirán en los lienzos de Pedro Escalona mucho después de transformarse en polvo. También nos prometen que, bajo la pátina inclemente del tiempo, ciertos encantos sumergidos sucederán al brillo de lo nuevo.

Así nos emociona la belleza de una flor así nos seduce el jaramago que prospera en la roca podrida.

Escalona adora esta ingeniería, ha aprendido a leer en ella. No se explica de otro modo la sutileza con que su pincel proyecta luces tibias sobre las superficies, las dota de aliento y las invita a relatar su historia.

Todo ello con ese gusto tan oriental por la ceniza, la opacidad o eso que los japoneses llaman “el color de las tinieblas”.

Pero la Vida no es una intrusa en sus cuadros: transpira en la urdimbre del lienzo, desbarata la soledad, conjura el silencio.

Sobre su sorda melancolía, a menudo se posa esa ave que los poetas redichos quisieron emparentar con la felicidad.

Alejandro Luque .D

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